Tabaco y palabras muertas







Quien tenga en sus manos esta hoja, quien sea capaz que seguir las líneas de este laberinto interminable, no me dejará solo. Todo lo contrario, me acompañará en el final de esta historia. Sin querer al leer, me escuchará, será capaz de ser el ser que escucha…el ser que lee.

Mientras escribo, hilvano de a ratos una soga que sea capaz de marcar mi destino. Ya no tengo más lágrimas. (Pronto estaré con ella, lo sé, aunque esto no lo escribo, es una verdad que guardo).

Vivimos los mejores años, todos ellos hoy son nada más que fotos. Todo es fuego, allí se fundió la vida y la muerte.

(Yo aquella vez mentí. Y ahora voy a tratar de aclararlo todo) siempre abogué por la verdad yo los maté, mentí (seré presa del silencio, pero podré por fin descansar).

Comencé mis estudios a mediados de los 90, por esos años la conocí (hubiera querido que nunca). Ella estaba en Letras, tenía 21 (la casa, la puerta, los gritos) yo 18 recién cumplidos. Todo era nuevo. Ella era una apasionada, una romántica. Amaba los Proverbios. Creo que nos cruzamos por primera vez en una biblioteca o en los encuentros de amigos comunes entre los dos (Eso ahora no importa). Yo estudiaba periodismo por esos años. Como ya dije, iba tras la verdad y el periodismo me pareció que era el camino a seguir.

Una línea es solo una línea de vida. Nosotros trazamos redes. ¡Cuánto la quise! Pero también la odiaba, con esa capacidad inconfesable. De esa ambigüedad de la que es báscula el amor, fue que terminamos viviendo juntos ¡Cuánto la amaba! Casi hasta el ardor.

Fuimos lo que pudimos (¿Qué hago escribiéndole a un perfecto desconocido? ¿Podré no mentir esta vez?).

(¿Para qué contar nuestros logros materiales?) Cuando ya cada uno de nosotros, porque llegamos a ser algo más que dos (algo que se derritió) había logrado su trabajo y su porvenir laboral y férreo en esta vida, cuando decidimos irnos a la cabaña en Puerta Grande, cuando al tiempo compramos nuestro primer auto, cuando acariciamos los placeres maximizantes de los ingresos que crecían y seguían creciendo tuve que arruinar todo, todo por una estupidez gigante, inverosímil, recóndita.

Todas las noches ella tomaba su taza de té, hojeaba un poco de sus novelas, y se iba a la cama. Fueron noches eternas, noches sin fin, jamás pude concebir un sueño por tres años. Mientras ella sí, en los primeros meses siquiera leía, después me dediqué a escribir para una nueva columna de La Gaceta de Puerta Grande, pero con el tiempo se volvió cada vez más y más insoportable. Ya había sufrido bastante con sus hijos, que no eran míos.

Todas las noches, (menos una).

Todas las noches, cinco minutos después de dormirse, después de haber leído alguno de sus libros ella comenzaba a roncar. Su rutina era siempre la misma. Saludaba a Matías, luego a Agustín, luego a Miguel, luego, después de haber llegado a la cama, leía y se dormía con una satisfacción envidiable y empezaba a roncar. Pensar en la manera que lo hacía me hace reproducir el sonido en mi frente. Ese ruido, causa de bromas, de chistes, de enojos después de discusiones, ¡me tuve que cambiar de cuarto!  Pero a la noche me llamaba, tenía pesadillas, me hacía volver a su lado, y yo volvía, no sé por qué. Todavía no puedo explicarme, aguanté tres años. En nuestro noviazgo (¡que bellos momentos!) cada uno dormía en la casa de nuestros padres. Increíblemente, hasta el casamiento, hasta la noche de bodas, hasta esa noche, hasta esos días… lo maravilloso de un momento fantástico, de un momento así se vio arruinado por sus terribles e insoportantes ruidos al roncar, sin carne crecida, sin problemas respiratorios, pero con unos sueños que la hacían emitir sonidos extrañísimos. A veces hablaba, gritaba, algunas noches parecía endemoniada.

Probé pastillas, me dormían pero ella me llamaba por sus pesadillas o yo me despertaba y la escuchaba, fui alivianando mi sueño. Al final su sueño era mi pesadilla paradójica, el insomnio. Le contaba a sus hijos y de mi se reían, le contaba a ella y me pedía perdón, se lamentaba me prometía ir a tratarse. Siempre se olvidaba. No sé por qué pero volvía.

Tres años aguanté, no sé cómo, pocas horas durmiendo en la semana, había noches que dormía en casa de coleas amigos. “¿Por qué no te separas?”, “No puedo creer que estés aguantando tanto así”, me decían. Yo tampoco podía creerlo. Sigo sin hacerlo todavía.

De noches de insomnio fui alimentando un odio subterráneo, indecible. Cuando alimentaba la idea de silenciarla, de irme lejos, de marcharme, y olvidarla, algo poderoso me llevaba de nuevo a su lado, inmediatamente salía a fumar, a olvidarme de ese estrepitoso ruido, cuando giraba la piedra del encendedor y aspiraba la primera pitada parecía no escucharla.

Comencé a fumar más y más, de manera espeluznante. Pero una noche me quedé sin tabaco. Ella como todas las noches bebió su te (los pasos, los gritos) saludó a su hijos, subió al cuarto, se desvistió tomó uno de sus libros y se acostó. Ni bien apagó la luz, comenzó con su estruendo. Sabía que iba a ser una noche como todas, tendría que irme por ahí, dormir en el sofá del living en el comedor, o dar vueltas todas las noches por la casa, como estaba acostumbrado, con un cigarro en la mano, pero no lo tenía. La desesperación me atrapó, me volví ciego, hoy solo tengo vagos recuerdos, como un sueño en el que siento haber estado, más bien una pesadilla con el más terrible y sin sentido olor a muerte. Corrí por todos lados buscando cigarrillos, todos dormían, revolví todo creo, y nada encontré. Algo me hacía subir a verla, a escucharla con la esperanza  de que ese fatal ronquido se ausentase, locura de pensarlo. Locura también la idea de querer terminarlo. Sin tabaco. Como si alguien me obligara, mudamente,  recuerdo que baje hasta el garaje, allí hallé nafta. Tenía mucho sueño.

Cuando me desperté, me hallé en el patio de mi casa que ¡¡¡ardiendo bajo las llamas se desvanecía!!! Hoy nada puedo explicarme, ni siquiera contar. No podría narrar nada más que un hecho tan estúpido y fue mi vida, o conocerla (dije la verdad) ¿Podrá alguien creerme?)

Medité y sé que incineré mi mundo, ella, ellos, la cabaña los diarios y los libros. Todo quemé. Todo ardió. Fue mi desesperación por ese ruido que agudizó mis oídos quemó todos mis sentidos. Por un instante, por una chispa, por un cigarrillo. Por la casa ardiendo. Por el olor que imagino. Parece que vuelvo a ese sueño y el ardor de las vidas y mi vida trágica como el ultimo cigarrillo que queda en este atado en esta suerte porque ya es tiempo de irme a dormir, y elijo por ultima y única vez dormir, sólo con ella, con una soga por este cuello y un último cigarrillo al momento de terminar la hoja de este diario que tendrá letras muertas como este cuerpo.



Este breve relato ficcional intenta ser una historia marcada por el absurdo en lo cotidiano y la ambigüedad que esconden los sentimientos.

Del texto periodístico y "la realidad referida" sólo se conserva la idea del periodista incinerador de manera tangencial. Lo demás es sólo ficción en pos de verosimilitud. 

Elegí el narrador protagonista en primera persona junto con la forma confesional que modela un texto de tipo epistolar de un destinatario que puede ser cualquiera, para darle intensidad y dramatismo, además generar cierta empatía ante el proceso de lo trágicamente absurdo que sufre el protagonista. El hecho en sí solo me interesaba por la tortura mental que podría sufrir su personaje principal, tanto dramatismo puede ser estúpidamente hilarante.

Este relato, además es la resultante de un plan de ideas revoloteando en mi sopa de letras. Nunca escritas, nunca definidas, hasta el momento mismo, obsesivo, de la entrega al otro que lee y que espera leer al menos algo de lo que habia trazado antes de leer lo que quiza nunca estuvo escrito, por parte de quien debe entregarlo.

                    
Omar